Un mes en Uzbekistán da para mucho y, de hecho, podría haber dado para más si me hubiera dado más prisa. Es lo que tiene viajar y trabajar al mismo tiempo. La vida es dura, chicos. Todo empezó en las Navidades del 2014, cuando me empezaban a rondar en la cabeza los países -tan y tachán me regalaron la guía de viajes de Uzbekistán. Pero este país tendría que esperar porque aún quedarían varias idas y venidas a Georgia y la estancia en Colombia. Entonces, ya sí que sí tocaba para verano de 2019, pese a las advertencias de la Embajada: “el verano es la peor época, te vas a asar allí”. Y efectivamente así pasó.
Uzbekistán es el país de los -tan más turístico, ya que acoge algunas de las ciudades más importantes de la mítica Ruta de la Seda (una ruta comercial que, desde el siglo I a.C. conectaba China con Europa). Estas 4 palabras serán una constante en el viaje, pues esta ruta atravesaba prácticamente todo Uzbekistán.
Algo que también es muy guay sobre viajar es todo lo que aprendes. En concreto, en esta parte del mundo es prácticamente imposible no escuchar sobre Gengis Khan, un guerrero mongol de lo más sanguinario que lo pasaba pipa destruyendo todo aquello por donde pasaba. Otro nombre que suena fuerte en el país (y considerado héroe nacional) es Amir Temur, quien se encargó de que las ciudades devastadas volvieran a florecer. Por último, es inevitable no reparar en el hecho de que Uzbekistán perteneció a la Unión Soviética hasta su desintegración. Yo ya llevo unos cuantos países exsoviéticos, así que ya la arquitectura y peculiaridades no me sorprenden tanto, pero son detalles que saltan a la vista.
También, viajar hace que aprendas o afiances conceptos. Por ejemplo, es posible que llegues a Uzbekistán sin saber lo que es una madrasa (una escuela islámica que, a menudo, actuaba también de residencia para los estudiantes) o un caravanserai (especie de posada donde paraban a dormir los comerciantes con sus animales durante la Ruta de la Seda), pero se te quedarán grabados a fuego, dado que este tipo de lugares están por todos lados.
Sin más dilación y después de este contexto, he aquí un repaso por estos 30 días en Uzbekistán a través de 20 experiencias molonas.
1. Uzbekistán es como estar en el cuento de Aladdin
Desde las mezquitas con cúpulas azules hasta las madrasas con sus característicos arcos, los mosaicos en tonos azules, las columnas de madera tallada o los caóticos bazares. Todo ello te hará sentirte un poco en el cuento de Aladdin. Tanto que tendrás serias dificultades para captar de un solo vistazo toda su inmensidad.
2. Viajar por carretera sin morir en el intento
Los países a los que viajo últimamente me tienen acostumbrada a que 100 km por carretera están más cerca de 3 horas que de 1 hora. Sin embargo, en ocasiones es genial averiguar que el país al que vas es un secarral puro y duro, lo que significa que no hay carreteras de montaña ni curvas ni desniveles del terreno. Uzbekistán está parcialmente cubierto por el desierto de Kyzyl-Kum, por lo que las carreteras son bastante rectas y aceptables. Fundamentalmente, las vistas varían entre paisajes desérticos y plantaciones de algodón.
3. Moverse en taxi
En Uzbekistán los taxis dentro de la ciudad son increíblemente baratos (1 € por trayecto, más o menos). Así que a menos que un día te pique el mosquito de la aventura y te apetezca adentrarte en esas tartanas llamadas autobuses sin aire acondicionado, puedes moverte en taxi de aquí para allá. Incluso este servicio funciona estupendamente entre ciudades y por una distancia de 400 o 500 km puedes pagar solo 40 €. La verdad es que la vida se ve más bonita desde un taxi y si tiene cinturón de seguridad, ¡todo un lujo!
4. Viajar en Talgo
Sí, sí, como lo oyes. En Uzbekistán los trenes rápidos son made in Spain. Cuando una se cansa de los trenes soviéticos que tardan 500 años en realizar la ruta, hacen mil paradas y no tienen aire acondicionado, viene de maravilla saber que, en ocasiones, está la opción de viajar en Talgo. La mala noticia es que no cubre todo el país, pues solo llega hasta Bujara. Curiosamente, los trenes Talgo de Uzbekistán (que se conocen como Afrosiyob) han sido los primeros de alta velocidad de Asia Central.
5. Comprar agua a 0,10 €
El agua es baratísima y, menos mal, porque a 42ºC de media todos los días en verano, créeme que bebes no menos de 5 litros al día. Vamos, que en cualquier ciudad europea te dejarías la mitad del presupuesto de tus vacaciones en botellas de agua.
6. Hacer turismo de estaciones de metro
Tashkent, capital uzbeka, no tiene mucho, pero hay algo muy guay y es el metro. Hay que reconocer que las estaciones de metro de las ciudades exsoviéticas tienen mucho encanto, empezando por Moscú, que es el mejor ejemplo. Pero el de Tashkent no se queda atrás. Mola porque cada estación es temática y no tiene nada que ver con las demás. Mientras una parece un salón de baile con lámparas lujosas y dan ganas de echarte un vals, otras se asemejan al espacio, a un palacio, etc. Además, montar en metro es increíblemente barato (unos 0,10 €) y es un planazo cuando el calor afuera resulta asfixiante.
7. Los minaretes son espectaculares y diferentes a los convencionales
De nuevo, echamos mano del diccionario para los menos puestos en terminología islámica. Los minaretes son esa especie de torres que tienen todas las mezquitas. Sin embargo, los de Uzbekistán nada tienen que ver a los convencionales. Los minaretes uzbekos suelen ser de color tierra e incorporan bonitos mosaicos. Uno de los más impresionantes es, sin lugar a dudas, el de Kalta-Minor de Jiva.
8. Beber mors cuando mueres de calor
En las calles de las ciudades uzbekas es habitual encontrar carritos de bebidas locales, las cuales, fundamentalmente, responden a dos tipologías. Una de ellas es mors, una bebida que a estas alturas no sé muy bien qué es, pero es muy refrescante. Según las malas lenguas, es simplemente agua con gas y azúcar a punta pala, pero si lo buscas en Internet, hay una teoría más romántica que indica que el mors está hecho con frutos rojos. La otra bebida es kvas. Podríamos decir que es una versión un poco rara de la cerveza, pero sin casi alcohol.
9. Comer esa maravilla de pan llamada lipioshka
El pan es un espectáculo por estos lares. Se llama lipioshka y es de forma redonda. Lo cierto es que cada región tiene su propia variedad, aunque el sabor es siempre bastante parecido. Eso sí, puede diferir en el tamaño o en los adornos que lleve. De hecho, resulta curioso que muchos de los souvenirs que se venden en los puestos sean precisamente unos artilugios puntiagudos encargados de hacer las cenefas y/o motivos decorativos a los panes.
10. Encontrar brochetas a la parrilla (shashlik) en cualquier rincón
El shashlik y yo somos viejos conocidos. Se trata de un plato ruso muy popular que, obviamente, se ha quedado en el recetario de las exrepúblicas soviéticas. Tanto en el Cáucaso como en Asia Central, entonces, está everywhere. Lo que llama la atención del shashlik es que te preparan unas brochetas a la parrilla en un plis-plas, lo cual está la mar de bien, teniendo en cuenta que todo sabe mejor al carbón que a la sartén. El shashlik es, además, un gran comodín cuando el resto del menú del restaurante en cuestión te chirría.
11. Sentarte en unas de esas camas tradicionales para comer
En bastantes bares y restaurantes uzbekos puedes encontrar una especie de cama de madera con cojines y una pequeña mesa en medio para comer o tomar el té. Yo, que soy mucho de tirarme en el suelo, enseguida sucumbí a sus encantos. ¡Son geniales!
12. Toparte con una tetería improvisada en una madrasa abandonada
Las madrasas están por todas partes. Por lo visto, las ciudades principales de Uzbekistán (Samarcanda, Jiva y Bujara) tuvieron una época de esplendor en la que construyeron madrasas a cascoporro. Muchas de ellas se han convertido en museos o tiendas de souvenirs mientras que otras han caído un poco en el olvido. También las hay que sirven de teterías o terrazas al aire libre.
13. El casco histórico de Jiva
Jiva fue la primera ciudad bonita que vi de Uzbekistán (Tashkent no cuenta). De ahí que se llevara la mayor admiración de todo el viaje. Jiva es totalmente diferente a Bujara y Samarcanda, si bien es complicado decir cuál es la más increíble de las 3. Aunque ha sido totalmente restaurada, sumergirse en su casco histórico es como estar de repente en Las mil y una noches. Sus edificios tienen el color del desierto. Es una ciudad marrón en ocasiones salpicada por alguna cúpula verde o azul o algún mosaico. Situada en pleno desierto Kyzyl-Kum, visitarla en verano puede llegar a ser una tortura. Es la más calurosa de las tres sin duda alguna. No obstante, créeme que impresiona.
14. Descubrir ruinas milenarias en pleno desierto
Una de las excursiones que hacer desde Jiva es a las ruinas de fortalezas milenarias, como es el caso de la antigua ciudad de Ayaz Kala. Una leve subida te llevará a la cima de esta colina desde la que obtienes una panorámica magnífica del lugar. Justo enfrente, en lo alto de otra colina, hay otra fortaleza. Esas vistas me parecieron una pasada. Al otro lado, es posible divisar un campamento de yurtas.
15. Los bazares y la Plaza Poi Kalon de Bujara
Al contrario que en Jiva, en Bujara hay vida local en el propio centro histórico y no solo turistas. Esta ciudad está repleta de madrasas, plazas y rincones bonitos. También me encantaron sus bazares, coronados con decenas de cupulitas marrones. Pero lo que más, quizás, la Plaza de Poi Kalon, donde se halla el famoso minarete del mismo nombre. Según cuenta la leyenda, hasta el mismísimo Gengis Khan se quedó prendado de él, tanto es así que es de los pocos lugares que decidió no destruir. Otro lugar que me flipó fue la Mezquita de Bolo Haouz, con decenas de columnas de madera.
16. La Plaza de Registan de Samarcanda iluminada de noche
Contra todo pronóstico, ni a mi compi de viaje ni a mí nos sorprendió de primeras la Plaza de Registan de Samarcanda, considerada la JOYA de Uzbekistán. ¿¿¿Qué nos pasaba??? Igual teníamos empacho ya de madrasas. La Plaza de Registan se compone de tres madrasas y es un recinto vallado, lo que, quizás, le reste cierto encanto. La principal es la madrasa de Ulugh Beg, situada a la izquierda de la plaza. Cada noche hay un espectáculo de música y luces que ya sí consiguió impresionarme. Mi TOP 2 de Samarcanda fue, sin duda, Shahi Zinda (Avenida de los Mausoleos), donde está enterrado el primo de Mahoma, entre otros. Se trata de un rincón mágico y colorido en el que los mosaicos azules son la nota predominante.
17. Dormir en una yurta en el desierto
Una de las cosas que quería hacer sí o sí en Uzbekistán era dormir en una yurta. Las yurtas son una especie de tiendas que utilizaban los nómadas para descansar y dormir en su travesía antes de irse con la música a otra parte. La realidad es que en Uzbekistán no hay tanta tradición de yurtas como en los vecinos Kazajistán o Kirguistán, pero, aun así, hay un par de sitios donde probarlas. Tanto la cubierta exterior como las alfombras del interior se encargan de conservar estupendamente la temperatura para que no te ases en verano ni te congeles en invierno.
18. Bañarte en un lago (casi) solo para ti
Uno de los campamentos de yurtas de Uzbekistán no queda lejos del mágico Lago Aydarkul. Al estar en medio de la nada, no hay gente, solo silencio y cabras bañándose en él. Poder darte un chapuzón en él después de varios días de calor, en un entorno tan bonito, me pareció impagable.
19. Alucinar con la catástrofe del Mar de Aral
Con 66.000 km2 de extensión, el Mar de Aral era el cuarto lago más grande del mundo hasta la década de los 60. Hoy apenas queda un 15 % de lo que fue, pero ¿qué pasó? En tiempos de la Unión Soviética, la fiebre por producir más y más algodón hizo que se desviaran los dos principales ríos que surtían el mar para destinarlos a regar los campos. Entonces, el mar poco a poco fue secándose. Tanto es así que, según dicen, Moynaq, un pueblo pesquero y próspero hace solo unas décadas, un buen día se levantó y observó aterrorizado cómo el agua había retrocedido unos cuantos metros.
A día de hoy, el mar queda a 150 km de este lugar. Visitar Moynaq me pareció alucinante, sobre todo porque en el lugar donde hace unos años había mar, yace un cementerio de barcos oxidados. Todas las familias de Moynaq estaban ligadas de una u otra forma al mar y, por lo visto, aún conservan sus pequeñas embarcaciones en su jardín por si algún día al mar le da por volver. Muy triste.
20. Lucir un vestido uzbeko hecho a medida
No os quiero dar envidia, pero ahora mi fondo de armario (o el fondo de mi mochila, más bien) tiene un nuevo miembro. En Jiva, me puse a mirar telas, escogí una, me tomaron medidas y en una hora tenía listo mi vestido uzbeko. Los primeros días, con la emoción, me lo ponía día sí, día también.
21. Cruzar la frontera hacia Kazajistán en tren
Uzbekistán no podía acabar de otra manera que con un viaje en tren. El vagón era para verlo: sin aire acondicionado y con decenas de personas hacinadas sudando como gorrinas (yo incluida). Ni el abanico ni las ventanas abiertas hacían nada, así que solo quedaba disfrutar de los vendedores pintorescos que recorrían los pasillos. A destacar, por supuesto, el de pescado ahumado, responsable de mi futura cagalera de una semana. Y es que cuando ya no puedes sudar más ni puedes sentirte más cochina, por enguarrinarte un poco más con el pescado no pasa nada.
Casualidades de la vida, en el vagón viajaba un par de españoles más. Juntos nos convertiríamos en los bufones de la policía de la frontera, al pedirnos que les cantásemos algo en español, en mitad del control de pasaportes. No podía ser otra canción que Despacito, claro.