El viaje en autobús desde Bogotá hasta Salento (puerta de entrada al Valle de Cocora) había sido infernal, como lo son la mayoría de viajes por carretera en Colombia. Suerte que teníamos cada una dos asientos para así poder tumbarnos. Desde ahí abajo parece que se sentían menos las curvas endemoniadas, pero no tendríamos escapatoria los siguientes 320 km o, lo que era lo mismo, las próximas 8 horas.
Estábamos llegando cuando mi compi me dijo: He vomitado, tía. Y no me extrañaba con tal traqueteo, pero le aseguré que esa tortura iba a merecer la pena.
A primera hora de la mañana el bus nos dejó en medio de la carretera. Nos pusimos nuestras mochilas en la cuneta y cruzamos corriendo al otro lado, donde estaba la parada en la que tomaríamos un pequeño bus hacia nuestro destino final.
Hacía cuatro meses otro autobús me había dejado en ese mismo punto y había tenido que cruzar también corriendo. Recuerdo que me senté a esperar ese segundo autobús con mis dos mochilas y entonces se paró una moto que se ofreció a llevarme a aquel pueblecito localizado a 20 minutos de allí por una carretera secundaria. Yo rechacé amablemente la oferta mientras me preguntaba a mí misma cómo leches ese tío se había pensado que me podía subir a su moto destartalada con tanto bulto.
Salento, el pueblo de los colores
Salento es una preciosidad de pueblo. Se trata de uno de los destinos más reconocidos del famosísimo Eje Cafetero colombiano. Por desgracia, es de lo más turístico y está siempre hasta los topes de gringos, pero merece la pena conocerlo aunque sea un día o dos.
El color está en cada fachada de cada casa; está, de hecho, en el ambiente. Para ser sincera, el pueblo son cuatro calles y se ve en un par de horas. No obstante, la plaza de Salento es una maravilla, como también lo es el impresionante mirador ubicado en la parte alta del pueblo. ¡Es increíble que pueda haber tanto verde junto!
Además, Salento es estupendo para visitar fincas cafeteras tradicionales y conocer de cerca cómo es el proceso de elaboración del café de la mano de familias que se dedican en cuerpo y alma a este menester. Pero sobre todo Salento es sinónimo de Valle de Cocora, uno de mis paisajes favoritos de Colombia.
Mi pasión por las palmeras viene de lejos. Es más, llevo años queriendo hacerme un tatuaje de una palmera, aunque no me atrevo a dar el paso. Pero no he venido a hablar aquí de mis indecisiones.
Al Valle de Cocora en jeep
La aventura del Valle de Cocora comienza desde la propia plaza principal de Salento, desde donde salen los jeeps (como los de la peli de Parque Jurásico). Hay dos modalidades de viaje. O bien llegas pronto y coges sitio en un interior de lo más reducido, o bien te toca quedarte de pie en el escalón de acceso al jeep e ir melena al viento durante 20 minutos. Y cuando digo melena al viento, me refiero a que viajas por fuera, como si ese jeep no fuera contigo y solo fueras un polizón que se ha subido a última hora. Eso sí, bien agarrada y rezando por que el conductor no te pierda en la primera curva. Si obvias el hecho de que puedes salir volando, es una experiencia molona.
El caso es que, por fin, estás en el Valle de Cocora. Y las primeras palmeras, concretamente, palmas de cera, empiezan a aparecer en el horizonte.
La palma de cera es el árbol nacional de Colombia. Si tuviera que describir este lugar con palabras de andar por casa diría que es un paisaje compuesto por suaves colinas de color verde intenso y repletas de estos árboles larguiruchos. Porque sí, las palmas de cera son superfinas, pero pueden llegar a medir hasta 70 metros de altura. Es una pasada de sitio y me dieron ganas de tatuármelas todas 😀.
El Valle de Cocora en un recorrido circular
La ruta del Valle de Cocora es, como acabas de leer, circular. Eso sí, suponiendo que al menos dispongas de 4 o 5 horas. Lo ideal es, entonces, llegar allí lo más temprano posible.
En mi opinión, lo mejor es que, tras atravesar la entrada, en vez de continuar recto para llegar a las extensiones de las palmas de cera, tomes un camino que hay a tu derecha. En un primer momento, apenas verás algunas palmeras a lo lejos y, enseguida, te adentrarás en un frondoso bosque. Es una ruta que implica pasar por propiedades privadas, por lo que tendrás que pagar un par de veces el «peaje».
Para el camino necesitarás agua y algo que te dé energía porque tendrás que atravesar algún que otro puente colgante y subir pendientes. Habrá un instante en el que se te abrirá la posibilidad de ascender a la casa de los colibríes, donde aprovechar para ir al baño y reponer fuerzas con aguapanela con queso, una combinación que puede sonar un poco rara pero que será como mano de santo.
Tras este break, tendrás ante ti a la madre de todas las subidas, hasta llegar a la Finca La Montaña, a 2.860 metros. ¡Bien! Descansa, que te lo has merecido. Desde aquí es todo bajada, así que relájate y disfruta porque comienza el festival de las palmeras.
A pesar de que es bien guay, hay quienes deciden pasar del camino largo e ir directamente a la zona donde se hallan las palmeras. A ella se llega tanto haciendo el recorrido circular (accediendo por arriba) como continuando recto desde la propia entrada al parque (accediendo por abajo).
Si te decantas por la segunda opción, tendrás que acceder a través de una finca privada. A nosotras nos recibió un apuesto colombiano que parecía sacado de Pasión de Gavilanes, por lo que no tardamos en bautizarlo como el papasote. Con su sombrero y botas de cowboy y sus músculos, parecía que en cualquier momento arrojaría una cuerda al aire para atrapar a su caballo. Ese papasote llamado Guillermo, sin duda, le está haciendo una dura competencia a las palmeras, pues a veces no sabías si fotografiarlas a ellas o a él.
Palmeras, palmeras mil
Tras la emoción inicial, decides que no te vas a quedar contemplando todo el día cómo apila los hierbajos. Tú has venido a ver las palmeras, ¿no? Pues eso. Es fácil, ya que mires donde mires, sus siluetas perfectas y esbeltas inundan el paisaje. Al atardecer, con sol, con niebla o con lluvia. No importa cuál sea la circunstancia o el momento del día, el Valle de Cocora es un rincón único e imperdible si estás de viaje por el Eje Cafetero.