Era 2018 (vamos, el año pasado, aunque me haga la interesante) y estaba preparando mi estancia en Colombia. Mi primera vez en América Latina. Y como siempre es mejor viajar con un contexto, comencé a leer ‘Las venas abiertas de América Latina’, de Eduardo Galeano, un libro interesante aunque denso sobre la conquista y colonización española en la región. En él, hay un gran apartado dedicado a Potosí y su Cerro Rico, una ciudad boliviana cuya importante mina de plata, lejos de traerle prosperidad, fue su gran dolor.
Cuenta Galeano que a mediados del siglo XVI fue cuando los españoles descubrieron la mina de plata de Potosí. “Dicen que hasta las herraduras de los caballos eran de plata en la época del auge de la ciudad de Potosí. De plata eran los altares de las iglesias y las alas de los querubines en las procesiones. (…) Para arrancar la plata de América, se dieron cita en Potosí los capitanes y los ascetas, los caballeros de lidia y los apóstoles, los soldados y los frailes. Las vísceras del cerro rico alimentaron sustancialmente el desarrollo de Europa”.
El expolio fue tal que, en una afirmación quizás un tanto exagerada, se dice que, en solo tres siglos, España extrajo tanto metal de Potosí que hubiera dado para tender un puente de plata entre el cerro hasta la puerta del Palacio Real, al otro lado del océano Atlántico.
Estas cosas andaba yo leyendo cuando decidí que, si viajaba a Bolivia, no podía obviar este lugar, origen del célebre dicho: “Vale un potosí”.
Era domingo, mi último día en La Paz antes de marchar para Potosí, así que esa mañana no había mejor plan que visitar el mercado de El Alto, en una de las ciudades más pobladas y más altas (4.150 metros) de Bolivia. Aunque sea una ciudad propiamente dicha, lo cierto es que más bien parece un barrio de La Paz, ya que para acceder hasta ella es tan “fácil” como coger el teleférico.
Entre cientos de puestos deambulaba yo con el cuerpo cortado. Esa mañana me había levantado rara, como mareada, con dolor muscular y sonidos estomacales extraños. Podía ser por la excesiva altura, a la que una no terminaba nunca de acostumbrarse, o por haber comido algo en mal estado (un año después, sigo pensando que fue esa gelatina callejera con nata del infierno).
El caso es que iba yo mareosa entre puestos a los que no hacía mucho caso hasta que vi uno que vendía zumo de limón natural y pensé que sus sales y minerales eran exactamente lo que necesitaba. Pero, claro, ¿y si era agua del grifo? Mierda, la he liado.
El autobús del demonio
Pasa el día y no mejoro, sino todo lo contrario, pero yo tengo un autobús nocturno que coger hacia Potosí. De aquí en adelante, el autobús del demonio. Subo y veo que la mayoría de pasajeros viajan con mantas y me quedo pensativa. Yo no tengo, pero sí un chubasquero del Decathlon y un jersey de alpaca que espero que sea suficiente. Una leche.
Por delante, tenemos un viaje de alrededor de 10 horas en un bus que bien podría ser el frigorífico de mi casa. Tengo sueño, frío y me duele todo el cuerpo. Y lo peor, mis retortijones no paran. Andrea, joder, no es momento de ir al baño. Aquí no, por Dios. La calefacción en el interior del bus brilla por su ausencia y yo no sé ni cómo acurrucarme. Debemos de estar atravesando la estepa boliviana por lo menos. Por fin se hace el milagro y llegamos.
Estoy peor que ayer, tengo mucho frío y muchas ganas de ir al baño. Son en torno a las 7.00 am y no he dormido nada. Cojo mis mochilas cual zombi y me voy a buscar un taxi que me lleve a mi hostel, que espero que tenga un WC muy bonito y calentito. Es temprano y no me apetece nada regatear. Tampoco hablar. El taxista me pregunta de dónde vengo y yo le respondo que de España.
“Ustedes, los españoles, nos robaron la plata”– me suelta, así, sin miramientos. Pues menudo recibimiento, ¿no?
Afortunadamente, en mi hostel tengo una habitación con calefacción para mí sola. Con 15ºC por el día y 0ºC de noche, si no fuera así, me vuelvo a casa. Me doy una ducha ardiendo que me quite el frío acumulado y me acuesto, esperando encontrarme mejor cuando me levante. Ilusa.
A Potosí fui para 3 días y acabé quedándome 7. Suena a historia de amor, pero la mía fue de médicos.
Cuando me levanté, lo primero que quería hacer era averiguar cómo visitar el Cerro Rico. Es imposible viajar a Potosí y no reparar en él, pues, no importa dónde mires, siempre aparece su silueta en algún momento. Sin embargo, estaba yo para pocos trotes. Así que decidí que lo más sensato (previa charla de mi madre) era ir al médico.
Al final, la única opción factible era ir a Cruz Roja, que era como un ambulatorio a 2 euros la consulta. La primera prueba que hacen a los extranjeros es, dada la altitud, la cantidad de oxígeno en la sangre, lo que podría explicar por qué andaba mareada perdida y casi cayéndome por las esquinas. Pero al final el veredicto fue un virus en el estómago que se resolvería con pastillas, un suero para la deshidratación y un pinchazo en el pompis.
Mis días en Potosí transcurrían entre ir al supermercado a por plátanos, jamón y agua (también, papel higiénico, porque me daba vergüenza tener que pedir un rollo nuevo todos los días en el hostel), con sus paradas de rigor en los bancos del camino para descansar, e ir a cenar al Café Potocchi. Su deliciosa sopa de quinoa me salvó noche tras noche.
Potosí: una relación de amor-odio
Después de 5 meses con salud de hierro en América Latina, siempre recordaré Potosí como el lugar donde mi cuerpo dijo: Hasta aquí hemos llegado, chatina. Fue una semana dura, de días largos en la cama y en el WC, y sin nadie conocido a mi alrededor que me mimara un poco. No obstante, también fue aquí donde mi cerebro hizo clic después de visitar la Casa de la Moneda, pues me pareció tan sumamente interesante que, a partir de ahí, me empezaron a gustar los museos, cuando hasta entonces había pasado bastante de ellos.
No sé si es que llevaba mucho tiempo en la cama sin hacer nada guay, pero me encantó aprender cómo Potosí se convirtió en el rey del mambo por su actividad minera y, por ende, se decidiera crear un lugar para acuñar monedas con el fin de dar salida a tanta plata. O también el significado de la enorme máscara que preside el patio de la Casa de la Moneda y sonríe de manera inquietante.
En el año 1610, Potosí era una de las ciudades más pobladas y ricas del continente, mientras que, solo dos siglos más tarde, inició su declive.
La visita más esperada en Potosí: Cerro Rico
Estaba deseandito visitar el Cerro Rico, “rey de los cerros, base de todos los tesoros, adorno de los sagrados templos, monstruo de riqueza, cuerpo de tierra y alma de plata; a quien procuran fogosos su acendrada plata, cortan el viento por adquirirla, surcan el mar por hallarla y trastornan la tierra por tenerla”.
Se estima que entre los siglos XVI y XIX, los conquistadores españoles extrajeron más de 30.000 toneladas de plata, fundamentalmente con mano de obra indígena. Hoy en día, sigue explotándose, aunque ya no es ni la sombra de lo que fue.
Para entrar, te visten con un mono azul y un casco con linterna. Y es que no es una visita superficial, no: verdaderamente vas a introducirte en las entrañas de la mina. En la entrada a Cerro Rico, una enorme polvareda que llega hasta la garganta te da la bienvenida. Lo siguiente es atravesar a pie un gran túnel que, poco a poco, va estrechándose. Cuando la luz del exterior acaba, es el momento de encender las linternas del casco.
Dependiendo de tu espíritu aventurero, tienes la opción de adentrarte más y más en la mina y reptar por diminutos pasadizos no aptos para personas con claustrofobia. Así puedes hacerte una idea de cómo es el día a día para los mineros.
Como todo mi grupo era de habla inglesa, me quedé sola con el guía en español. La verdad es que daba yuyu pensar que podía pasarte cualquier cosa ahí adentro y no se iba a enterar ni perri.
Mi guía me propuso enseñarme una de sus galerías y regalarme un poco de plata para, posteriormente, fundirla y hacerme una pulsera o lo que yo quisiera. Aún convaleciente y dado que el túnel de acceso era supermegahíperagobiante, con todo el dolor de mi corazón, le dije que mejor no. A cambio, me enseñó a El Tío, dueño y señor de la mina, a quien se le venera depositando botellas de alcohol y cigarrillos.
Un comentario
Hahaha!! Me encantó! Me acuerdo de cuando estuviste en Potosi, si 😊